Broda, Johanna, “El culto mexica de los cerros de la Cuenca de México” en Beatriz Albores, Johanna Broda (coord.),Graniceros. Cosmovisión y meteorología indígenas de Mesoamérica. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas/El Colegio Mexiquense, 2003, pp.49-90.
Afirma Johanna Broda “Entendemos aquí por observación de la naturaleza la observación sistemática y repetida de los fenómenos naturales del medio ambiente que permite hacer predicciones y orientar el comportamiento social de acuerdo con esos conocimientos. La observación de la naturaleza proporciona uno de los elementos básicos para construir una cosmovisión. Hemos definido este último concepto como la visión estructurada en la cual las nociones cosmológicas eran integradas en un sistema coherente. La cosmovisión mexica explicaba el universo conocido en términos de un cuerpo de conocimientos exactos al mismo tiempo que satisfacía las necesidades ideológicas de aquella sociedad.” (p. 53). Resulta hasta obvia esta primera cita, que la observación de la naturaleza era primordial dentro de la cosmovisión y por ende la cultura toda nahua, y que sin ella sería imposible comprender a dichos grupos. Es cierto, pero ¿ellos veían con los mismos ojos a tal naturaleza?
“El ambiente natural [en Mesoamérica e incluso actualmente] se caracterizaba por el hecho de ser un territorio accidentado, con enormes cadenas montañosas, profundas barrancas y cuevas que parecen conducir al interior de la tierra. El culto de los cerros y las cuevas tenía su base material en las condiciones específicas del paisaje de Mesoamérica.” (p. 56). En su observación de la naturaleza los graniceros podían percatarse de que la lluvia se acumulaba a mayor altura en la montaña, o bien que los ríos descendían de esta, “las fuentes parecen surgir del interior de la tierra”; pero como toda fuerza de la naturaleza también tiene su contraparte, “La humedad y los vientos fríos efectivamente proceden de las montañas, al igual que las enfermedades como el reumatismo, la gota, etc.” De ahí entonces que se comprendiera que, “Todos estos rasgos se ven reflejados en el caprichoso y ambiguo carácter de Tlaloc. El dominio de las condiciones meteorológicas resultaba apremiante, a la par de la observación correcta de los astros, o sea la astronomía; ambos permitían a los sacerdotes prehispánicos dar la apariencia de controlar las condiciones del medio ambiente tan necesarias para el feliz desenlace de los ciclos agrícolas.” (Ídem).
Pasemos entonces a reconocer y enunciar los aspectos fundamentales del culto a Tlaloc y su relación con el paisaje ritual y el calendario. El culto a Tlaloc, nos recuerda Johanna Broda, es de los más significativos y antiguos en Mesoamérica, háyase relacionado con la cueva y con las montañas, “los cerros y la tierra”. Con la lluvia y los ciclos agrícolas, por ende con una ocupación por parte de los habitantes muy conectada con su economía no sólo familiar sino comunitaria, y agregaríamos que con algo que va más allá de la mera economía como lo es la cosmovisión plasmada en la tierra en la ejecución de los rituales cíclicos. Un dios “íntimamente relacionado con el rayo, la tormenta y otros fenómenos atmosféricos […] así como con el complejo simbolismo de las serpientes como animales acuáticos y terrestres por un lado, y [con] dragones celestes por el otro…” (p. 55). Y ni que decir de sus múltiples interconexiones relacionadas con su consorte y todo su “gremio” de ayudantes como los tlaloques.
Broda propone que existió un circuito ritual alrededor de determinadas montañas de la cuenca del Valle de México, hallado en monolitos en dichos cuerpos montañosos, y afirma que “estos santuarios pertenecían al culto agrícola de la fertilidad y estaban relacionados con Tlaloc, los cerros, el culto a la tierra y la petición de lluvias. Son típicamente mexica, sin embargo, tenían raíces mucho más antiguas y más amplias.” (p. 65). A nivel de calendario sus festejos son muy significativos, en épocas de secas hay sacrificios de niños relacionados con los tlaloques, “pero también tenían una relación mágica con las milpas, y según el crecimiento de éstas aumentaba la edad de los niños sacrificados.” (Ídem).
Los festejos o rituales a Tlaloc se daban en otras épocas del año, y es bastante clara la importancia que tenía tal deidad entre los mexicas, baste recordar que ocupaba un sitio primerísimo en el Templo Mayor. La dualidad del dios Tlaloc, al traer beneficios pero también muerte, nos indica la autora, que “existía un vínculo —poco explorado en los estudios antropológicos sobre Mesoamérica— entre los cerros repletos de riquezas, el ciclo agrícola, los muertos y los ancestros.” (p. 68). Entre otras cuestiones que denotan tal dualidad destructora o transformadora al mismo tiempo que conservadora.
El estudio de Johanna Broda combina la etnohistoria, antropología, arqueología, etnografía, astronomía, geografía, biología, etc. Todos los campos se integran en un marco teórico englobador que para el estudio de caso lo fue la antropología.
A nivel de continuidades resaltan los rituales hoy llamados “de los graniceros” pues han permeado el cristianismo en ciertas comunidades, marcando un claro sincretismo, “las dos fiestas más importantes en este sentido son la Fiesta de la Santa Cruz (el 3 de mayó) y el Día de los Muertos (el 2 de noviembre). En las palabras de un granicero actual, estas fechas, respectivamente, ‘abren y cierran el temporal’” (p. 71). Más adelante comenta, “he llegado a la conclusión de que las nociones cosmológicas del culto de la lluvia y los cerros, a las que hemos hecho referencia aquí, surgieron como una cosmovisión estructurada a fines del Preclásico, correspondiente a las primeras culturas importantes de la Cuenca, como Cuicuilco, Xico, Tlapacoya y, naturalmente, Chalcatzingo” (ídem).
En tanto la discontinuidad sería, “Si bien las condiciones del medio ambiente y los modos de subsistencia precarios de las comunidades campesinas actuales siguen sin grandes variaciones con respecto al pasado, la transformación fundamental se operó a nivel de la estructura social de las comunidades y su articulación con la sociedad dominante.” (p. 78). A saber, continuaron las observaciones de la naturaleza por este grupo de graniceros, pero su estructura y jerarquía social evidentemente que tuvo variaciones significativas. Lo cual se entiende cuando se observa que, “La ruptura histórica convirtió las prácticas meteorológicas de los graniceros en cultos practicados clandestinamente en las cumbres de los cerros y en las cuevas. Al mismo tiempo hay que apuntar que estos cultos han servido como vehículos para mantener la identidad étnica a través del tiempo y han sido depositarios de la cultura indígena tradicional.” (Ídem).
Y aclara que “En el presente trabajo no se propone, de ninguna manera, que se visualicen las prácticas religiosas indígenas, ni su cultura en conjunto, como remanentes inalterados del pasado. Los procesos sociales e ideológicos de las comunidades agrarias son vistos como procesos de adaptación y de recreación continuos donde, bajo estas circunstancias, se ha mantenido la identidad étnica a través del tiempo” (p. 79). De manera tal que “el culto de los graniceros o tiemperos con su finalidad de controlar los fenómenos atmosféricos en un mundo campesino dependiente constituye una institución indígena nahua de raíces milenarias en el Altiplano Central.” (p. 80).
Cabe mencionar, por nuestra parte, que el complejo montañoso del Tlaloc y el Telapón, por su estructura misma, se puede prestar a grandes ofrendas para el dios de la gran nariz, ya que en determinadas partes de ambas altas montañas encontramos macizos de enormes lajas que conforman variadas cuevas de diversos tamaños. Al pie de una de esas montañas hemos encontrado hace pocos años a los llamados graniceros ejecutando su ritual.
Y por supuesto podemos mencionar que, efectivamente, la observación de la naturaleza no era ni es la misma para la mirada indígena que para la mirada profana o incluso académica.
HMA.
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